divendres, de febrer 23, 2007

Relatos cortos (I)

Hola!
Hoy no tengo ningun motivo especial para escribir una entrada, pero hace tiempo que quería publicar esto.
Son pequeños relatos que he ido haciendo para un concurso de alumnos de 2 de ESO, muchos de vosotros hbreis leido ya algunos, pero no importa...
Hoy quiero publicar el que es mi preferido delos que he hecho hasta ahora. Espero que os entretenga leerlo tanto como a mi me entretuvo hacerlo:

Con la espalda hecha un ocho

- No es oro todo lo que reluce – me dijo una vez mi amigo Álvaro, que era muy dado a los refranes. ¡Y que razón tenía!

El verano, ya había llegado y hacia mas calor de lo que acostumbraba. Yo, parado en frente de la maquina expendedora, con una gota de sudor cayendo por mi frente a gran velocidad, la boca producía más saliva que otras veces, la lengua se me salía de la boca dejando caer una pequeña gota de aquel líquido viscoso.
Me hurgué el bolsillo, en busca de una monedita. Nada; un chicle mordido, un pañuelo usado, un trozo de caramelo, y todo tipo de cosas que te puedas imaginar. Pero del euro, nada de nada.

El sol se estaba poniendo. Un atardecer maravilloso, que hacia poner de color naranja el cielo. Pero a parte era la tarde más calurosa que recuerdo haber vivido.
Y yo, ahí, parado y pensando en que hacer para aliviar esa pesada sensación. Pensé, por un momento en ir a casa y ducharme, pero la idea no me hacia mucha gracia, la verdad. Al final me di la vuelta, y… ¡Pata pam! Enrique, el tío más alto y más gordo de la clase, con una mirada amenazadora. Sus ojos me decían: “Apártate de donde estas o no lo cuentas”, y no tuve que esperar mucho para que también su boca se pusiera de acuerdo.
Y como todos los que se le “interponen” en el camino acabé con la marca de su mano en mi cara. Pero no sólo eso, si no, que de lo debilucho que estaba, a causa del bochornoso calor, me caí.
Esperé a que Enrique sacara su lata de refresco, en el suelo. Sí, me di cuenta de que allí se estaba más fresquito.
Pasó un rato y me dio por mirar debajo de la máquina. – ¡Oh! ¿Qué es eso que brilla? ¿Una moneda? – Brillaba intensamente, como una perla en el fondo del mar cuando la luz blanca de la luna atraviesa las oscuras aguas.
No puedes imaginar la ilusión que sentí cuando descubrí que ya podría tomar mi ansiado refresco… ¿de que lo tomaría? ¿De naranja, de limón? ¿O tal vez uno de Cola? Aunque dependiendo de cuanto fuera la moneda, me podría tomar uno u otro…
Pero… todavía no era momento de pensar en eso… antes me tenía que hacer con la moneda, que estaba bastante alejada.
Estiré mi brazo lo máximo posible, hasta que el hombro me hizo ¡Crack! Pero no era suficiente, mi brazo ya era bastante grueso y un poco corto.
¡Un palo! Eso me hacía falta; era más estrecho que mis extremidades, mas largo (bueno, dependiendo de cual encontrara) y… si se hacía añicos no me dolería. Así que fui en su busca.
Procuré que mientas yo buscaba por los alrededores, nadie se acercara mucho a la máquina, por miedo a que vieran MI moneda.
Volviendo a lo del palo, conseguí uno, el más largo y estrecho que encontré, y lo llevé a la máquina. Pero también era demasiado corto.
Me estiré lo más plano que pude en el suelo, pero nada, el palo seguía sin alcanzarla. Así que decidí pensar en otro método, uno que fuera más eficaz.
Le añadí en la punta (enganchado con un chicle) un pequeño imán que guardaba en el bolsillo, que servía para entretenerme durante las horas más pesadas en el colegio. Lo alargué y pude comprobar que el imán no atraía a la monedilla. Pensé que podían ser 50 céntimos, ya que los imanes sólo atraen a los euros, pero aún siendo así, la idea me desanimó porque no había conseguido el dinero.

Me empezaba a doler la espalda, y me acordé de la pesada mochila que tendría que transportar después hasta mi casa. También me acordé de las atenciones que mi madre me daba por las malas posturas que adoptaba en la silla. Y pensé que si me viera en ese momento, con un palo en la mano, completamente estirado en el suelo y arrastrándome por él como una lagartija, me daría fuerte (como ella dice) con la zapatilla. Esas palabras retumbaban en mi cabeza (“la zapatilla, la zapatilla”), pero yo quería mi moneda y mi refresco. Y sé que si hubiera seguido haciendo cosas raras con mi tronco, luego tendría remordimientos de conciencia por no hacerle caso, nuevamente, a mi madre, y también tendría un dolor de espalda terrible.
Finalmente pensé en que alguien hiciera mi trabajo, como cuando el Jona paga dos euros a los inteligentes (o simplemente a los pringados) de la clase, para que le hagan los deberes.

Vi pasar, en ese preciso momento, a una de esas “Barbies” que sólo se preocupan por las calorías que tiene su desayuno. ¡Era perfecta! Porque sus brazos delgaduchos me servirían para algo. Le pedí (por favor) que metiera su mano debajo de la máquina, y ella me dijo: “¡Si hombre! Para llenarme de grasa. ¡Si no me la como, voy a dejar que se manche mi brazo!” y se largó. Como ella no me quiso ayudar, pensé en engañar a un niño, que, aunque tuviera el brazo un poco mas corto, podría meterse más al fondo. Y así lo hice. Uno que iba en triciclo, me serviría perfectamente porque parecía bastante elástico, como uno de esos contorsionistas del circo. Le pedí que me ayudara, pero él me dijo que no lo haría gratis, por eso tuve que prometerle un trago de mi refresco.
Y sí, sí, se estiró lo suficiente como para llegar a ella, incluso la acercó mucho. Pero justamente, cuando ya la podría haber sacado, pasó su madre y le echó la bronca por tirarse al suelo y ensuciarse. Así que tuve que terminar el trabajo yo.
Ahora no había problema. Me volví a estirar, y alargando mi brazo (esta vez menos) conseguí alcanzarla.
La saqué, ansioso. Y al mirarla… me di cuenta de que no era una moneda, si no que era la anilla de un refresco que algún desconsiderado habría lanzado al suelo.
Casi me puse a llorar, pero vi que se hacia de noche, ya sí que era hora de volver a casa. Pero justo en el momento en el que coloqué la mochila sobre mis doloridos hombros…
Me caí al suelo de lo dolorida que tenía la espalda y desvanecí cayéndome al suelo. Minutos después alguien me vio y llamó a mis padres y a una ambulancia.

Así que me he pasado una semana en ésta habitación del hospital con una vértebra rota producida por el golpe de la caída. Pero me han dicho que no pasa nada, y que me recuperaré pronto. Mañana ya empezaré la rehabilitación.
Por eso he tenido tiempo de leerme unos cuántos libros, porque con la espalda echa un ocho, poca cosa más se puede hacer.

© Arubeta, Todos los derechos reserbados ;)

2 comentaris:

Anònim ha dit...

hola,lo he vuelto a leer, me gusta mucho, es divertido.
Espero que sigas, escribiendo, pues
esta muy bien.

besitos

July ha dit...

Alba! Yo si que tengo al espalda hecha un ocho, ayer dormí con una mala postura y hoy no me aguanto! El relato está genial, perfecto!